Quedaban unas siete semanas para que Serana diera a luz. El
maestre le recomendó que sólo saliera a caminar cada tres días; el resto del
tiempo debía guardar reposo. Toda precaución era poca tras dos embarazos
frustrados.
Esa mañana
se hallaba despachando algunos asuntos con su administrador. Los ingresos de la
Isla eran más que suficientes para llevar una vida cómoda pero austera. Los
lujos no iban con el carácter de los Mormont y su mujer siempre lo había
entendido, se había adaptado perfectamente a su forma de ser y de pensar. Cuando
se disponía a dar por terminada la reunión, un grito llegó hasta sus oídos. Era
un alarido terrible. Ni siquiera en el Tridente había escuchado algo tan
desgarrador y lleno de sufrimiento.
Se lanzó
hacia la puerta y vio pasar al maestre corriendo, seguido de varias mujeres de
la servidumbre. Se unió a ellos, temiendo lo peor. Alcanzó al hombre y lo hizo
pararse. “¿Qué ocurre? ¿Es mi esposa?” El maestre le respondió que sí, que
estaban charlando tranquilamente cuando, de repente, un charco de sangre y agua
se formó a sus pies. Ahora se dirigía a sus aposentos para hacerse con los
remedios necesarios.
Jorah cambió
de dirección y subió a la habitación matrimonial. Otro grito rompió el silencio
de los pasillos. Entró en la estancia y se llevó una mano a la boca ante lo que
allí vio. Serana estaba sobre la cama, con la ropa roja por la sangre de
cintura para abajo. Las sábanas también estaban empapadas. Tenía ambas manos sobre
su sexo, tratando de impedir que saliera más sangre. “¡Jorah, es demasiado
pronto, no vivirá! ¡Y me duele mucho, me duel…!” No pudo continuar. Su cara se
deformó por el dolor. Jorah se sentía impotente, pero debía hacer algo mientras
llegaba el maestre.
Tomó a su
mujer en brazos y la trasladó a una silla acolchada. Quitó todas las sábanas y
las rasgó en tiras, quedándose sólo con las que no estaban manchadas. Después
desvistió a Serana y le limpió la sangre de los muslos con un poco de agua de
una jarra. Dobló varias tiras de tela y las colocó entre las piernas de la
joven, intentando que empaparan la sangre y taponando con fuerza. “Sujeta un
momento, mi amor. Debemos cortar la hemorragia.” Buscó una camisola limpia y se
la puso. Hizo la cama con sábanas limpias y recostó a su mujer de nuevo. Estaba
demasiado pálida. Le acercó un vaso con agua, pero apenas tenía fuerzas para
beber. “Jorah, no puedo… Me duele mucho… No era el momento, aún no…” Él la
abrazó. “Ssshhh… No hables. Saldremos de ésta. Eres fuerte, Serana, mucho más
que yo.”
Por fin
llegó el maestre cargado de pequeños botecitos llenos de extraños líquidos,
hojas de plantas y polvos. Destapó uno de ellos e hizo que Serana lo oliera,
sumiéndola en una especie de sopor. Ordenó que trajeran agua hirviendo y
lienzos limpios. “Por favor, señor, dejadme a solas con ella. Aquí no me
ayudáis.” Jorah cerró los puños y abandonó la habitación a regañadientes. Entró
en el dormitorio contiguo y tomó una silla, apostándola en la puerta del cuarto
de matrimonio. Decidió no moverse de allí hasta que tuviera noticias. Tres
mujeres llegaron con el agua y las telas, entraron y salieron dos. Por lo que
se veía, el maestre necesitaba una mano. No se oía nada en el interior, ni
siquiera los lamentos de Serana.
El cansancio
pudo con él y se quedó durmiendo sobre la silla. Los pasos de las criadas lo
despertaron. “¿Alguna novedad?” Ellas negaron con la cabeza. “Traedme agua.
Tengo sed.” Miró hacia una de las ventanas del final del pasillo. Estaba de
noche, había perdido la noción del tiempo. Acalorado, se quitó el jubón y se
quedó en camisa. El postigo de la puerta se abrió en esos momentos. Jorah se
giró, expectante. El maestre salió con un pequeño bulto envuelto en una tela.
“Lo siento, mi señor, no he podido hacer nada por el niño.” No pudo reprimir
las lágrimas al pensar en el bebé muerto. Casi sin voz preguntó por su mujer. “Será
mejor que entréis ya si queréis hablar con ella…” Él no entendió lo que quería
decir con eso.
Ya en el
cuarto, vio lo que el maestre trataba de explicarle. Serana tenía la palidez de
la muerte en su rostro. Había perdido demasiada sangre y su cuerpo no pudo
soportarlo. Jorah se acurrucó en su pecho, llorando. “Lo siento, esposo mío… Me
voy sin dejarte un heredero… Espero que me perdones…”, susurró ella. “Te
quier…” Expiró sin más. Él gimió desesperado, besando los labios ya fríos de su
esposa y diciéndole que la amaba. Enloquecido por el dolor, se rasgó la camisa
entre gritos, con rabia animal, y salió de la estancia corriendo sin saber
hacia dónde iba. Lo único que quería era desaparecer.
Madre mía, estoy a punto de llorar. Pobre Jorah, no se merece todo eso y Serana tampoco. Pero la historia es la historia.
ResponderEliminarJulia Stark
Es que tela marinera la vida de este hombre, no es por nada u.u
EliminarGracias por comentar :)
Sin palabras me has dejado. Qué pena de matrimonio, con lo bonito que se veía... A ver cómo supera Jorah esta pérdida...
ResponderEliminarEstá difícil la cosa u.u
ResponderEliminarNo no no no, por favor no... Hostias, me he quedado muda y estoy llorando. ¿Por qué? sé que tenía que pasar, no importa, no quiero que ocurra...
ResponderEliminarCristina.
PD.- Muy bien escrito algo tan difícil. Uff
Muchas gracias :3 Un momento duro, sí...
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